EL ARTE DE ABRAZAR LA MUERTE: TIRTA EMPUL
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Me comí unos huevos de locos en "7 A.M", un café francés en una esquina transitada de Canggu. Un poco de trufa y tan líquidos como una sopa; a la mayoría de la gente
le daría náuseas, a mí, en cambio, me emocionaba la yema en salsa: chorreaba
vapor en el pan de masa madre. La isla estaba iluminada con la luz amarilla de
la sequía, la música del sonsonete amargo de las motos chirriando contra el
pedal, el inglés de los australianos con resaca en las mesas de al lado retumbaba en mi oído. Pasaba mis huevos con kopi de vainilla. Quería comerlo todo en este lugar, en este café, en esta isla. Mi pulso aventurero me incitaba a recorrer cada esquina y rincón de Bali.
A una hora y diecisiete minutos se encontraba el destino: domingo de templos. El
Tirta Empul me llamaba como las sirenas a escurrirme en sus aguas. Tenía una
curiosidad extrema, tan felina como implacable. Las religiones orientales
habían desbloqueado una fe benigna en el rompecabezas de mi espíritu: Shiva me
permitía destruirlo todo, Brahma crear de nuevo, y Vishnu conservar un balance
entre lo que yo había sido y en lo que me estaba convirtiendo.
Realicé un listado mental: casco para la moto, check. Cámara de otra era, check.
Ilusión eufórica que me arrebataba el aliento: siempre. Tomé el último sorbito
y pagué la cuenta. Subí a la moto con la sensación niña de una libertad
ridícula, el rugido constante bajo mis piernas y muslos. Cruzaba warungs
locales, brozas de frangipani, bosque nativo y amplios corredores de arrozales asoleados; el olor a antisolar y motores envolvía el ambiente. El casco me quedaba un poco grande y debía empujarlo constantemente hacia atrás para que no me tapara la vista… la
vista, Temple Run se quedaba en pañales.
Los kilómetros se pegaron a mi piel, era el momento exponencial del ahora: crucé
cabildos de personas tallando madera, construcciones de inversión occidental,
estatuas místicas entre portones de zócalos. Misión al norte: el templo
se acercaba y sentía el peso de mi expedición en la nuca, no realizaría un recorrido
turístico, buscaba profundamente limpiar mi alma.
***
Apagar el motor aquietó mi mente. Amarré bien el casco a la moto, no fuera a ser que un macaco de cola larga lo arrebatara. El silencio se rompió con el susurro de las aguas, el templo escondido entre serpenteantes piscinas. Di un paso decisivo y compré la boleta, me dirigiría a la fuente sagrada, la piscina cristalina que brotaba desde un
manantial natural en medio del recinto. El lugar no se encontraba demasiado atiborrado; al ser una de las últimas horas para la visita, los pocos turistas permitían la
exploración sin eternas colas.
Arrendé una túnica para entrar en el agua, y tuve que cambiarme en un baño sin cortinas, donde mis dedos se enredaron con la suciedad húmeda. Detestaba descalzarme en baños públicos: me encrespaba el cuerpo y las tripas. Un leve cosquilleo me removía el bajo vientre, había llegado para dejar lejos las ruinas del pasado, transformar mi realidad personal.
La piscina se utilizaba para ceremonias de purificación y la zona estaba adornada con intrincadas figuras de estatuas hindúes talladas en basalto y piedra volcánica. Cada fuente de agua constituía un sagrado propósito. El ritual se llamaba melukat, las personas pasaban bajo los chorros para limpiar su espíritu y liberarse de la energía residual. El origen del templo se remontaba al siglo X, en el año 962 después de Cristo. La leyenda exponía que la deidad Indra había perforado la tierra para revivir a sus soldados envenenados por un demonio; la cuneta se había llenado de agua, y con ello, los hombres se habían revitalizado y sanado.
Entré en la pileta color verde selva, los guppys se arremolinaban en mis piernas. Empecé a bañarme con tal devoción que olvidé el frío y sonreía. La oportunidad de curar mi vida, sanar mis traumas, conseguir que mi energía brillara tersa. Y, de pronto, gritos. Al comienzo, no entendí de qué se trataba, pero una mujer balinesa de pantorrillas anchas se atragantaba en su idioma: me había metido a la fuente de los muertos.
La euforia terminó. En una traducción rápida, el hombre a mi lado me explicó que había utilizado la fuente destinada a las ceremonias funerarias
y rituales específicos de los balineses hindúes. Casi se me cae la cara de
vergüenza, pero sobre todo, llegué a casa con una sensación de terror amordazante. Recé. Mis intenciones eran buenas, pero parecía haberme maldito eternamente, condenada bajo el poder de la negligencia.
***
Pasaron unos días y decidí dejar de ser víctima de las circunstancias: descubrí el verdadero significado de mi experiencia. Me disculpé con Brahma, Vishnu y Shiva. La mujer balinesa podía perdonarme. Dios podía perdonarme. Había hecho todo con una profunda intención de bienestar en el corazón y en mi inconsciente; la trenza de la semiótica lo había aclarado: algo en mí había muerto.
Durante el 2023, mi vida había dado tantas vueltas canelas que, a los veintisiete años, había llegado a parar a la casa de mis padres, de patitas en la calle. El dolor singular de la noción de los fracasos me había hecho sangrar. La experiencia humana de regodearme en el olor lacrimógeno había permeado mi existencia. Estaba en una exploración espiritual, quería trascender el poder de mis genes, me encontraba sanando mi linaje.
Algo muerto debía purificarse. La parte embalsamada que no suturaba, la vida que había tocado con las manos, pero no había sido mía. Todo ese abismo debía inundarse, saciarse con el agua. Si me tocaba salvarme tres mil veces más, lo haría. Si me tocaba morir millares y poner la cabeza en quinientas fuentes, seguiría haciéndolo con resiliencia. A mi no me derrotaba ni morir. Nuestra realidad es volátil: dicen que todo tiene solución menos la muerte. Yo creo que lo que no tiene solución es el cambio; al final, la muerte es una solución en sí misma y el cambio una palabra para hilvanar los hechos.
En esta vida, los para siempre son momentáneos, sea un amanecer, una cena, un trabajo o una persona. Cualquier situación está destinada a la entropía; nada ni nadie permanecen inamovibles. ¿A qué duele cierto? Sí, pero es parte de la vida. Morir a través de los momentos y dejar morir aquellas partes que ya no son dueñas de nosotros mismos. Soltar con entereza, con agradecimiento, con la cabeza en alto. Leer a las personas como capítulos. Leerse a uno mismo como un capítulo.
Morir cada día es comprender que la destrucción no es un final. El Big Bang explosionó y lo que comprendemos en nuestras mentes humanas como algo arrasador y trágico dio origen a un nuevo universo. Me pregunto si la vida es un cúmulo de big bangs que deben explotar para poder morir y renacer cuantas veces sea necesario. Shiva lo sabe: la destrucción no es calamidad, la destrucción es transformación.
***
Quiero ahondar un poco en el dios Shiva, la temida y escalofriante figura con cabezas colgadas en su cuello como un bonito collar. Recuerdo cuando mi amiga Krishna, nacida en un culto con origen hinduista, me dijo: “Desde chiquita le he tenido pavor, pero he aprendido a honrarlo y venerarlo; aniquila aquello que ya no quiero en mi vida”.
Es sorprendente cómo, a través de la percepción, logramos entender que el mundo se compone de grises y no de contrastes. Shiva, el temido dios, puede destruir el enojo, la envidia, el sufrimiento y la frustración. Shiva, tiene el poder de resignificar tu
experiencia en el mundo: no se trata de positivismo tóxico, es reconocer con
compasión que la vida no es siempre lo que esperamos, pero que podemos cambiar
el punto de vista para mejorar su esencia. Como dice el famoso escritor
de Un Mundo Feliz, Aldous Huxley: «Quería cambiar el mundo. Pero he descubierto que lo único que uno puede estar seguro de cambiar es a uno mismo».
Aceptar radicalmente la destrucción es aceptar que de las ruinas surgen flores.
De las despedidas surgen sonrisas.
De las explosiones y big bang, vida.
P.D.
Si quieres explorar un poco más, te invito a realizar esta meditación para un momento de introspección y bienestar conmigo:
Gracias por leerme, te deseo un feliz resto de día.
Námaste,
E.