EL ARTE DE ABRAZAR LAS RUINAS: TANAH LOT Y EL APEGO ANSIOSO
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Tuve una pelea absurda con un fling del verano. De esos que llegan como viento caliente, que te miran como si te hubieran visto antes, pero apenas te conocen. Un hombre irascible que respiraba enojo como oxígeno. Se puso bravo mientras desayunábamos y ya sabía lo que me esperaba. Cuando esto sucedía, el hombre dejaba de hablarme durante horas, aplicaba la ley del hielo por días hasta que yo sentía que el suelo se abría bajo mis pies y me desvivía en disculpas. Apego ansioso dicen algunos, yo ya empezaba a olerme el truco.
Esta vez no le di el gusto. Me encontraba en Bali, así que tome aire salino por la nariz e inhale y exhale. Casi dos meses en la isla y todavía sentía el pálpito. Comerlo todo, hacerlo todo, explorar cada rincón. Era como un animal hambriento enroscado en mi estómago, la energía kundalini pidiendo alimentarla. No había visitado el Tanah Lot, pero había escuchado su leyenda.
Tanah Lot
Construido en el siglo XVI, el templo hinduista se erige sobre la roca en el mar. Los balineses creen que fue fundado por el sacerdote Dang Hyang Nirartha, quien encontró el islote durante su peregrinaje y sintió allí la descomunal energía del océano.
El sacerdote pidió a los dioses que protegieran el templo con serpientes marinas. Hoy en día, cuando sube la marea, la roca se convierte en una isla temporal: rodeada por agua, protegida por su aislamiento, firme pese al oleaje.
Se dice que mucho antes de que Tanah Lot se convirtiera en el ícono de los atardeceres, una princesa brahmán y su príncipe viajaron desde Java a ver el templo. Durante una noche romántica, la pareja fue íntima sin estar casados. Al amanecer, el príncipe la abandonó y se negó a casarse con ella.
Profundamente avergonzada y traicionada, la princesa lanzó una maldición: cualquier pareja no casada que visitara Tanah Lot y se entregara al sexo sin compromiso, rompería esa relación en los siguientes seis meses.
Me pareció una señal de fracaso inevitable, una leyenda que me caía como anillo al dedo. Así que decidí ir al templo a hallar respuestas, reconocer en él mi historia. Porque cuando algo se desmorona, a veces lo único que puedes hacer es ir a mirar piedras que llevan siglos sin caerse… encontrarte con serpientes que te protejen del vacío.
¿Mi propia maldición?
Llegué a Tanah Lot con el sol derretido sobre mi piel. El aire era denso, lleno de olor a sal, incienso y sudor seco de turista. Compré una mazorca recién asada en un carrito oxidado, la mordí con hambre de algo más que maíz. Me escurría la mantequilla por los dedos y la boca me sabía a humo dulce.
Bajé por el sendero empedrado hacia el templo. A un lado, un hombre me ofreció mostrarme “la cueva de la serpiente sagrada” a cambio de una propina. Pagué sin pensar. Lo que encontré fueron varias culebras delgadas y tristes, sujetas desde la cola por un hombre sin dientes. Una cueva mínima, las culebras apenas visibles en la penumbra. Me dio una pena que mordió mi estómago. Nadie me había advertido lo que iba a ver. Solo oscuridad. No mística ni teatral. Solo oscuridad.
Seguí el recorrido hasta el templo, en donde ofrecían una bendición. Pagué otra vez. Me pidieron que me agachara. Sentí el agua fresca caer en la coronilla, escurrirse por la frente. Luego, los dedos del sacerdote colocaron granos de arroz en mi entrecejo. Bebí agua de un torrente en la piedra, cerré los ojos y pedí por mí.
Cuando terminé el ritual, me aparté a un rincón de sombra, alejándome del murmullo de cámaras y voces. Me senté con el arroz aún en la frente y los labios salados, pensé en Tanah Lot, el templo inmóvil mientras las olas subían y bajaban. ¿Qué pasaría si en lugar de tratar de "hacerme querible” mi tarea fuera aprender a sostenerme? El templo no intentaba retener el agua que entraba o huía. No necesita asegurar que cada visitante lléguese para quedarse. Su permanencia no dependía de cuántas mareas pasaban por él, ni de cuántas parejas lo miraban cogidos de la mano.
No había venido a Bali a encontrarme como tantos piensan… sino a desarmarme y a rehacer las piezas.
El apego ansioso
Volví a mi hotel con una sensación amable en el pecho. Ya estaba desesperándome el terrorismo emocional que efectuaba mi crush en nuestra corta relación. Volví convencida de romper con el tipo, porque si algo tengo claro, es que las relaciones se alimentan como las serpientes: hay unas que matan plagas, pero otras que van consumiéndote las vísceras.
No soy psicóloga, pero reconozco el patrón del apego ansioso en mi historia. Durante años he buscado evitar el conflicto porque la paz parece más segura que enfrentar el enojo. Al final, lo terminas pagando: porque si el otro no se enoja, luego tu cuerpo se enoja contigo mismo.
Adicionalmente, desde pequeña me enseñaron a poner mi valor en el hacer, porque si no hacía entonces era una inútil —hacer que las cosas fluyesen o fuesen fáciles, a no estorbar para no ser despreciada.
Ese vacío abismal, no es más que ansiedad. Muchas veces, proviene de relaciones en las que te sientes demasiado o tiendes a andar en puntitas. Si te sientes identificado déjame decirte: puede que tengas un problemita de apego ansioso que debas llevar a tu próxima sesión de terapia.
Los cuatro apegos según Bowlby
John Bowlby fue un psiquiatra y psicoanalista británico que revolucionó la forma en que entendemos los vínculos humanos. En los años 50, mientras el mundo apenas comenzaba a preguntarse qué pasaba con los niños y la crianza, Bowlby llegó con una idea tan simple como radical: el amor importa. Y no cualquier amor: el que recibes en tus primeros años de vida.
Él propuso que los seres humanos desarrollamos estilos de apego según la respuesta de nuestros cuidadores frentes a nuestras necesidades emocionales. Según él, hay 4 tipos de apego, y aunque muchas personas consideran la teoría bastante reduccionista, a mí me ha servido bastante para entender mis vínculos:
1. Apego seguro
Personas que crecieron con cuidadores consistentes, que les enseñaron que es seguro depender de otros y también estar solos. Suelen sentirse cómodas con la intimidad y con la autonomía. No se desesperan si no les contestan enseguida. No confunden el silencio con abandono.
2. Apego ansioso (hola, ¡soy yo!)
Personas que aprendieron a ganarse el amor y no a recibirlo por tan solo existir. Tienen miedo a ser rechazados o abandonados, y por eso tienden a sobre pensar las cosas o a hiper conectarse emocionalmente cuando alguien les presta atención. Buscan validación constante y creen que el problema está en ellas si alguien se aleja.
3. Apego evitativo
Personas que aprendieron a no depender de nadie. Fueron premiadas por ser autosuficientes o ignoradas en sus necesidades emocionales. Suelen minimizar el conflicto, desconectarse de lo emocional, sentirse incómodas con la cercanía. Se alejan justo cuando empieza a doler, cuando existe la vulnerabilidad, y la niegan hasta sentir una soledad visceral.
4. Apego desorganizado
Una mezcla confusa. Personas que desean profundamente la conexión, pero también la temen. Han vivido experiencias contradictorias o traumáticas. Se acercan y se alejan al mismo tiempo. Aman con miedo. Reaccionan con intensidad. A veces quieren desaparecer, pero no quieren que nadie se vaya. Un ciclo complejo.
¿Entonces no sabes amar bien?
Antes de que te auto-latigues pensando que todo en tu vida ha sido culpa de tu tipo de apego, déjame decirte algo: así como existe esta teoría, también existen personas manipuladoras, controladoras y con rasgos de superioridad emocional, ego frágil y cero capacidad de autocrítica.
Cuando alguien así te encuentra y sufres de apego ansioso: JACKPOT. Te verá como el diamante en bruto que estaba buscando. ¿Por qué? Porque le das a esa persona, todo lo que necesita:
- Priorización absoluta: tu disponibilidad, tiempo y energía siempre van a ser para él o ella.
- Autentica validación emocional: eres como el ángel guardián que les re afirma que lo están haciendo bien (así lo hayan hecho mal).
- Cero límites de tu parte: porque seamos sinceros, prefieres que te pise un carro a confrontar a alguien. Y si un límite surge, lo más probable es que te hayas acostumbrado a disminuirlo en tu cabeza hasta llamarte exagerado.
- Te encoges al molde: eres capaz de percibir cuando viene la ola, así que prefieres callar y no hacer ruido para no molestar.
- Das con facilidad la razón: porque, aunque en tu corazón no estés del todo convencido, entiendes que la otra persona te va a desacreditar y esquivará lo que dices con argumentos bien formulados que desvalorizar tu punto o te hacen sentir culpable.
- Válidas las emociones del otro primero que las tuyas: porque el otro siempre será más importante que tú, o ¿no es así?
Así que, de mi parte, te diré algo que nunca nos dicen: ellos también son parte del problema.
- El que huye en vez de hablar.
- El que no perdona, si no que vela por su ego.
- El que guarda rencor como un arma.
- El que no asume, si no que confronta.
- El que con palabras parece manejar la empatía, pero tan solo es mímica.
- El que genera miedo cuando se enoja.
- El que te hace dudar, aunque por dentro sientas que hay algo que no encaja.
Bowlby comenta que el apego ansioso se instala desde el miedo a la pérdida del otro. A veces implica anticipar el abandono: ¿Qué pasa si no me contesta? ¿Qué pasa si se va? ¿Si no soy suficiente? Y cuando alguien realmente se aleja, el sistema nervioso lo interpreta como confirmación del propio juicio: esto pasa porque es mi culpa. No, es tu deber comenzar a darte cuenta, porque solo cuando te desprendes de la fachada de la mujer buena es que lo entiendes: la verdadera seguridad no llega desde afuera. Llega cuando toleras tu pulso errático y tu ansiedad sin colapsar. Cuando sabes que, aunque alguien se vaya o deje de hablarte… tú sigues en pie.
Como un templo sobre la roca. Como una princesa no elegida. Como una serpiente en el vientre que se acurruca tranquila cuando no la aniquilas, si no que la permites fluir, morder y protegerte.